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Recuerdo la voz con acento andaluz, segura y chispeante. Aún hoy podría recrear la coreografía. Si cierro los ojos veo el vestido vaquero en un mar de rojo chillón: leggings rojos, taconcitos rojos, abanico rojo, fondo rojo. Me acuerdo de acercarme a la tele boquiabierta durante la actuación; de morderme las uñas de los nervios durante la puntuación; de gritar con euforia cuando se alzó vencedora. La victoria de María Isabel en Eurovisión Junior 2004 marcó el comienzo de mi devoción por las estrellas del pop.
Con apenas siete años ya imaginaba que los temas que sonaban en los 40 Principales reflejaban mi vida. Incluso aquellos que no entendía del todo me conmovían, ya que pensaba que en el futuro serían la banda sonora de mi adultez. Me gustaban las canciones con letras aplicables a la vida de cualquiera porque parecían que iban dirigidas a mí. Aspiraba a los artistas que las cantaban para sentirme más cerca de los que habían puesto melodía a lo que sentía.
Pero María Isabel fue otra cosa. Al ser una niña española de casi mi edad no necesitaba imaginarla cerca. Llevábamos converse, nos gustaba el brillibrilli, soñábamos con subir hasta lo alto del Empire State. No era un ídolo inalcanzable: éramos iguales.


Por las tardes escuchaba sus CDs mientras leía los libretos de letras hasta memorizarlos. Practicaba los bailes, con abanico y todo. Conseguí que mis padres me compraran su colonia, que venía con videos del making of de su segundo disco, y gasté el DVD de Barbie y la magia de Pegaso de tanto ver el videoclip que incluía de su canción para la banda sonora.
María Isabel era omnipresente en la tele y la radio, los únicos medios a los que yo tenía acceso entonces. No hacía falta buscarla: ella venía a mí. A través de entrevistas descubrí que era capricornio, que se apellidaba López, y que era de Ayamonte, Huelva. La sentía próxima. Aún sin internet, ser fan suya me hacía sentir parte de algo.
María Isabel encarnaba una figura híbrida entre celebridad y amiga. Esta intimidad unidireccional, conocida como relación parasocial, no era extrema porque ella vivía en la tele, no en mi bolsillo. Ahora, a través de stories, playlists, Q&As, lives, likes y comentarios los artistas refuerzan la ilusión de reciprocidad. Esto es especialmente evidente en el pop, un género que se construye tanto en torno a la personalidad del artista como sus canciones. Se basa en un modelo que equilibra lo aspiracional y lo accesible para enganchar.

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El nuevo paradigma influencia nuestra decisión de escuchar o no a un artista. ¿Qué ocurre cuando la personalidad pública de un cantante precede a su obra? El exceso de acceso produce desencanto en muchos, obsesión en otros, indiferencia en pocos. Pienso en lo mucho que tardó en gustarme BRAT porque las publicaciones de Charli XCX me agotan y en Miley Cyrus, cuyo nuevo disco escuché, aunque no me gusta su música, simplemente porque ella me “cae bien”.
Ser fan de alguien hoy en día implica también abrazar su estética en redes sociales. Incluso podemos llegar a ser fans de estas estéticas sin escuchar sus canciones. Más allá de la nostalgia por mi niñez y la simplicidad de una vida sin algoritmos, me preocupa cómo la nueva forma de interactuar con los artistas cambia nuestra relación con la música.
Al indagar en el Instagram de un cantante para conocerlo mejor disminuimos el espacio para interpretar su música desde nuestro punto de vista. Es tentador y atractivo, yo misma lo hago. Soy curiosa y, francamente, cotilla. Muchas veces explico lo que ocurría entre bastidores durante la creación de los hits del momento a mis amigos, pero últimamente siento que con esto se está perdiendo la magia.
La gracia de la música está en que la apliquemos a nuestras vidas. Las canciones de María Isabel calaban en mí porque, al no saber de quién iban, sólo podía imaginarme que iban sobre mí. Me parece mucho más divertido que cada uno tenga una historia personal alrededor de una canción que la alternativa: todos repitiendo la versión oficial. Los cantantes siempre han revelado secretos sobre su proceso creativo en entrevistas, pero ahora este contenido no es un extra: es parte del producto. Corremos el riesgo de que la música sea reemplazada por una lectura biográfica y literal del artista.
La obsesión con el lore nos hace dejar de lado lo más importante: cómo nos hace sentir la música. Conocer las historias detrás de un disco puede enriquecer la experiencia colectiva, pero esa narrativa puede llegar a eclipsar la conexión individual. Descubrir lo poco que sabía de María Isabel —de dónde era, su apellido, y su signo del zodíaco— me pareció entonces un logro. Pero esto no era nada más que la guinda en el pastel. Ser su fan era entregarse ciegamente a su obra: su presencia escénica, su música, sus looks. ¿Es posible volver a admirar así?
A veces lo intento. Hay artistas que se cuelan en mi Spotify cuyos perfiles en redes resisto el impulso de buscar. Me niego a añadir sus caras al ruido de mi feed. Hay grupos de música que escucho sin saber cuántos integrantes tienen, cantantes cuyas voces me emocionan aunque no sepa cómo lucen.
Y a veces me rindo. Mientras escribía esto he escuchado mucho a María Isabel, y me he preguntado si tiene cuenta de Instagram. Sí tiene. El tres de junio anunciaba su nuevo disco a través de un reel. El video, que incluye imágenes de cuando ganó Eurojunior, venía con descripción: fui pasado, soy presente, seré futuro. Con cada publicación suya que veía se volvía un poco más real, y un poco menos mía.
Ni siquiera ella puede quedarse congelada en el 2004. Y, supongo, yo tampoco.
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